7 de julio de 2011

Cómo acabar una guerra, por Robert Hass

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EL CORDERO PASCUAL

Mira, había dicho David — estaba nevando fuera y su voz contenía varios registros de enfado, disgusto, y justicia herida, creo que es una locura. No voy a ser el cordero sacrificial.

En Grecia a veces, me contó una amiga, al caminar por el sendero en lo alto sobre el mar de vuelta a su casa desde el pueblo, en la oscuridad, el cielo inmenso, la luna terriblemente brillante, se preguntaba si su vida sería un regalo merecido.

Y está esa pobre novilla del poema de Keats, toda engalanada con lazos y flores, nada de terror en sus ojos, nada de incontrolada babilla de moco en el hocico, puesto que no comprende los festejos.

Y años después, David, tras dejar la vida académica, se compró un rancho en Kentucky cerca de una ciudad llamada Pleasureville, y empezó a criar ovejas.

Cuando le hicimos una visita ese verano y las noches eran una estridencia de grillos y el calor no aflojaba, intercambiábamos historias tras la cena y nos contó de nuevo la historia de su primer trabajo de profesor y el vicepresidente.

Cuando compró la casa, siguió suscrito a The Guardian y al Workers' Vanguard, pero se fueron apilando sin leer en una esquina. Tenía una hipoteca que pagar. No tenía ni idea de cómo criar animales para la matanza, así que leía El Ganadero Americano con una intensidad de concentración a la que jamás se había acercado cuando leía teoría política para las pruebas orales de su doctorado.

El vicepresidente de los Estados Unidos, después de su mandato, aceptó un puesto como profesor de ciencias políticas en un pequeño instituto universitario de su propio distrito, el mismo en el que David acababa de aceptar su primer trabajo. El decano trajo a Hubert Humphrey para presentárselo al profesorado. Cuando llegaron al despacho de David, el vicepresidente, muy bien vestido, inmensamente campechano, extendió su mano y David sintió que no debía dársela puesto que creía que el tipo era un criminal de guerra; y no sabiendo como evitar lo incomodo del asunto, así se lo dijo, lo cual fue el inicio de la pérdida de su trabajo en ese instituto.

Pero eso fue cosa del decano. El vicepresidente empezó a llorar. Tenía la mirada dolida, dijo David, de un perro que hubiera sido abandonado tras un largo e inmaculado historial de lealtad y cariño, este hombre que había defendido públicamente, que había elogiado los bombardeos de terror sobre aldeas llenas de campesinos. Le pareció a David alguien inimaginablemente vacío de vida interior si podía ser lastimado en lugar de ofendido por el rígido gesto moral de un imberbe joven en frente de dos hombres de la edad de su padre. David dijo que nunca había mirado a otro ser humano con semejante asombro e indiferencia glacial, y que no le había gustado la sensación.

Y así en la cocina de techos altos, en el aire plagado de grillos y empapado con el olor de los tréboles, recordamos a Vic Doyno en la nieve en Buffalo, en los días en que la guerra continuaba sin interrupción como una pesadilla en nuestras horas de vigilia y de descanso.

Vic había llegado al trabajo rojo de excitación por la idea que había tenido en medio de la noche. Había resuelto como detener la guerra. Era un plan sencillo. Todos los del país — en el mundo, seguramente muchos estudiantes ingleses y suecos participarían — que estuvieran en contra de la guerra se cortarían el meñique de la mano izquierda y lo mandarían al presidente. ¡Imaginaos! Empezarían a llegar despacio, el acto de uno o dos fanáticos, pero la noticia llegaría a la prensa y el día siguiente habría unos pocos más. Y al día siguiente a ese, más. Y al cuarto día habría miles. Y al quinto día, se montarían clínicas — organizadas por estudiantes de medicina en Madison, San Francisco, Estocolmo, París — para atender el procedimiento quirúrgico  de forma segura y a escala masiva. Y al sexto día, la guerra terminaría. Terminaría. Los helicópteros en Bienhoa se quedarían en los aeródromos en silencio como escuadras de disciplinados mosquitos. Los campesinos, preocupados y curiosos porque los campesinos siempre están preocupados y sienten curiosidad, observarían con curiosidad el desconocido cielo tranquilo y azul con cirros a la deriva. Y años después nos reconoceríamos unos a otros por esos dedos perdidos. Un avejentado hombre de negocios japonés sin el meñique en su mano izquierda repararía en la mano igualmente mutilada de su taxista en Chicago, e intercambiarían un fugaz y amistoso asentimiento de cabeza en silencio.

Y podría suceder. Todo lo que teníamos que hacer para que sucediera — había dicho Vic, mientras el agua para el té silbaba en la placa caliente del despacho helado de David y la nieve caía espesa como bateas de algodón, era cortarnos nuestros meñiques justo en ese momento, bajarlos a la secretaria del departamento, y hacérselos meter en el correo.


(Robert Hass, Human Wishes, New York, HarperCollins, 1989)
(Traducción de A. Catalán)


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